LIMPIANDO MADRID
Cuando Carlos III llega a Madrid se encuentra
una ciudad con un aspecto deplorable en lo tocante a la limpieza
pública.
En 1760 contaba con algo menos de 150.000 habitantes, para los que no
contaba con agua suficiente y las calles no merecían el nombre de tales. El
invierno era particularmente dramático: el lodo confería a la
ciudad un aspecto de degradación y suciedad aumentado. Fernán Núñez, el biógrafo oficial del rey, no
duda en calificar a la capital de auténtica "pocilga": lodos, basuras
y excrementos componían un cuadro indescriptible y maloliente.
He aquí, descrito por Fernán Nuñez, el
insólito procedimiento de limpieza:
"La villa tenía
una porción de carros o cajones bajos, sin ruedas, que en lugar de ellas tenían
unos maderos redondos, tirados por una mula, que dirigía el que iba de a pie, y
así se iba arrastrando todo lo grueso de la inmundicia. Este paseo, que
generalmente se hacía de noche, iba precedido por gentes con hachas, que
marchaban delante, a los lados y detrás de los carros y enseguida de éstos
venían muchos hombres en una fila, con escobas, que iban barriendo lo que ellos
no podían arrastrar. Esta pestífera comitiva cuya fetidez, como puede creerse,
se anunciaba desde muy lejos, se dirigía a a varias alcantarillas, sumideros
grandes que había en varios puntos de la villa, cuyas casas inmediatas estaban
infectadas de sus hálitos".
Y comenta graciosamente:
"Si Don Quijote
se hubiera encontrado de noche este pestífero y lúgubre acompañamiento, es
probable creyese que todas las parcas del abismo venían a caer sobre él, y que
hubiese ensuciado su lanza contra aquella inmunda comitiva para deshacer un
entuerto que seguramente ya había ocasionado más de cuatro".
Este curioso procedimiento de limpieza había
sido bautizado con el nombre de "la marea".
Por otra parte, los cerdos paseaban
libremente por la ciudad, no había prácticamente iluminación nocturna y toda
clase de ladrones esperaban en las esquinas al ingenuo que se aventurase a
pasear más allá del atardecer. Con todo esto, la necesidad de llevar a cabo una
profunda reforma resultaba imperiosa.
Procedente de su apacible palacio
napolitano, Carlos III debió quedar estupefacto ante tan increíble estado de
cosas. Y pronto presentó Carlos III un proyecto de reforma de la villa que fue
aprobado por el Consejo. Básicamente ordenaba limpiar las calles y empedrarlas;
los caseros deberían "embaldosar el frente y costados, colocar canales
en toda la anchura del arroyo, construir conductos para las aguas de la cocina
y otras menores de limpieza, con sumideros o pozos para las aguas mayores".
Las basuras serían recogidas y trasladadas fuera del casco urbano. Quedaba
prohibido la presencia de cerdos en las calles. Se creaba una policía urbana
para mantener el orden y sería obligatorio que en las escaleras luciera un
farol.
Lo chocante es que el pueblo madrileño acogió
mal estas medidas, como si le costase desprenderse de tanta suciedad. Entonces
comentó Carlos III:
“Mis vasallos son como los niños: lloran
cuando se les lava..."
Esquilache movilizó todas sus energías para
que se cumplieran las disposiciones. Sabatini se concentró en proyectos de
embellecimiento y hasta diseñó unos carros de basuras que, con malicia, el
pueblo bautizaría con el nombre de "chocolateras de Sabatini".
Una resistencia tan incomprensible sólo podía llevar a Carlos
III a concluir que era aquel un pueblo anclado en infantiles torpezas, con lo
cual quedaba bien justificado para él el principio de gobernar "para
el pueblo pero sin el pueblo"
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