jueves, 14 de septiembre de 2017

LIMPIANDO MADRID


LIMPIANDO MADRID



Cuando Carlos III llega a Madrid se encuentra una ciudad con un aspecto deplorable en lo tocante a la limpieza pública. 

En 1760 contaba con algo menos de 150.000 habitantes, para los que no contaba con agua suficiente y las calles no merecían el nombre de tales. El invierno era particularmente dramático: el lodo confería a la ciudad un aspecto de degradación y suciedad aumentado. Fernán Núñez, el biógrafo oficial del rey, no duda en calificar a la capital de auténtica "pocilga": lodos, basuras y excrementos componían un cuadro indescriptible y maloliente.



He aquí, descrito por Fernán Nuñez, el insólito procedimiento de limpieza:

"La villa tenía una porción de carros o cajones bajos, sin ruedas, que en lugar de ellas tenían unos maderos redondos, tirados por una mula, que dirigía el que iba de a pie, y así se iba arrastrando todo lo grueso de la inmundicia. Este paseo, que generalmente se hacía de noche, iba precedido por gentes con hachas, que marchaban delante, a los lados y detrás de los carros y enseguida de éstos venían muchos hombres en una fila, con escobas, que iban barriendo lo que ellos no podían arrastrar. Esta pestífera comitiva cuya fetidez, como puede creerse, se anunciaba desde muy lejos, se dirigía a a varias alcantarillas, sumideros grandes que había en varios puntos de la villa, cuyas casas inmediatas estaban infectadas de sus hálitos".

Y comenta graciosamente:

"Si Don Quijote se hubiera encontrado de noche este pestífero y lúgubre acompañamiento, es probable creyese que todas las parcas del abismo venían a caer sobre él, y que hubiese ensuciado su lanza contra aquella inmunda comitiva para deshacer un entuerto que seguramente ya había ocasionado más de cuatro".

Este curioso procedimiento de limpieza había sido bautizado con el nombre de "la marea".

Por otra parte, los cerdos paseaban libremente por la ciudad, no había prácticamente iluminación nocturna y toda clase de ladrones esperaban en las esquinas al ingenuo que se aventurase a pasear más allá del atardecer. Con todo esto, la necesidad de llevar a cabo una profunda reforma resultaba imperiosa. 

Procedente de su apacible palacio napolitano, Carlos III debió quedar estupefacto ante tan increíble estado de cosas. Y pronto presentó Carlos III un proyecto de reforma de la villa que fue aprobado por el Consejo. Básicamente ordenaba limpiar las calles y empedrarlas; los caseros deberían "embaldosar el frente y costados, colocar canales en toda la anchura del arroyo, construir conductos para las aguas de la cocina y otras menores de limpieza, con sumideros o pozos para las aguas mayores". Las basuras serían recogidas y trasladadas fuera del casco urbano. Quedaba prohibido la presencia de cerdos en las calles. Se creaba una policía urbana para mantener el orden y sería obligatorio que en las escaleras luciera un farol.

Lo chocante es que el pueblo madrileño acogió mal estas medidas, como si le costase desprenderse de tanta suciedad. Entonces comentó Carlos III:

“Mis vasallos son como los niños: lloran cuando se les lava..."

Esquilache movilizó todas sus energías para que se cumplieran las disposiciones. Sabatini se concentró en proyectos de embellecimiento y hasta diseñó unos carros de basuras que, con malicia, el pueblo bautizaría con el nombre de "chocolateras de Sabatini".



Una resistencia tan incomprensible sólo podía llevar a Carlos III a concluir que era aquel un pueblo anclado en infantiles torpezas, con lo cual quedaba bien justificado para él el principio de gobernar "para el pueblo pero sin el pueblo"

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