jueves, 28 de septiembre de 2017

LA REFORMA DEL EJÉRCITO


LA REFORMA DEL EJÉRCITO




Muchos han visto el final de la Guerra de Sucesión con el Tratado de Utrecht y el desmembramiento de los territorios bajo soberanía española como el inicio de la decadencia del poder español. Aunque las reformas de la nueva dinastía Borbón supusieron mejoras y modernización en muchos sentidos, la reputación de ejército y la marina dejaba mucho que desear. Un observador inglés escribía a comienzos del siglo XVIII “Aunque España ha hecho algún avance al comienzo del siglo, las tropas españolas siguen desanimadas, ahogadas, pobres, no pagadas, desnudas, sin oficialidad, un paquete indisciplinado de miserias”.

Felipe V comenzó las reformas en el ejército reorganizándolo, modernizándolo y aumentando sus efectivos gracias a Patiño (verdadero transformador del ejército). Con esta herramienta emprendió una serie de campañas y expediciones limitadas conforme a las posibilidades económicas de la Hacienda Real (Cerdeña, Sicilia, Orán, etc.).


Los efectivos disponibles para la defensa de tan vastos territorios eran proporcionalmente reducidos y la unidad básica de infantería era el “Tercio”, que se encontraba claramente desfasado para las técnicas y agrupaciones de la época. El Ejército francés pasó a ser el espejo en el que se basan la reformas de las fuerzas españolas. En 1704 comenzó la transformación de los antiguos tercios españoles (infantería y caballería) en nuevas unidades denominadas regimientos. De esta forma la unidad básica pasaba de 3.000 a 600 hombres y en su denominación desaparecía el nombre de su comandante por la denominación geográfica de su procedencia, a pesar de lo cual pervivieron muchas tradiciones el ejército de los Habsburgo.



Paralelamente al resto de Europa se inició una progresiva profesionalización del ejército, tanto en tropa, como sobre todo en mandos. Comenzó así la formación académico/militar de la oficialidad, cuya procedencia deja de ser un monopolio de la aristocracia.

Carlos III pretendía situar a España entre las principales potencias europeas, para lograrlo una de las reformas que primero emprendió fueron las de la armada y el ejército. Esta necesidad se hizo evidente tras la participación de España en la Guerra de los Siete Años (1756-1763) en la que el ejército demostró una patente falta de preparación.

El monarca prestó gran atención a los asuntos militares. A pesar de las importantes transformaciones comenzadas con su abuelo, la realidad imponía la ampliación y continuación de estas.

Carlos III dejó un poco de lado el modelo francés y se fijó en el modelo prusiano, para lo cual comisionó varios oficiales para que visitasen las principales academias prusianas. Con estos datos renovó el sistema de enseñanza militar. 


En 1764, las escuelas de artillería de Cádiz y de Barcelona se unificaron y se establecieron en Segovia. Paralelamente, se dotó a este cuerpo con cañones pesados y con este fin se crearon fundiciones en Liérganes y La Cavada, Sevilla y Barcelona y se recurrieron a expertos fundidores extranjeros.

También fundó la Academia Militar de Ávila para reformar la caballería, infantería e ingenieros. La Academia de infantería de Ávila pasó a Puerto de Santa María posteriormente, la de caballería se instaló en Ocaña y la de artillería en Segovia.

La infantería adoptó la táctica de línea con tres en fondo, lo que permitía gran potencia de fuego, pero requería gran disciplina de movimientos. También se desarrolló una infantería ligera que luchaba a modo de guerrilla como estaba de moda en Europa en ese tiempo.


La caballería fue entrenada para cargas masivas coordinadas, aunque no se abandonó la antigua fuerza de dragones que actuaba más individualmente. 


También se trató de abordar otro de los problemas crónicos del ejército español: los abastecimientos o logística en todas sus facetas: alimentos, pólvora, balas, uniformes, botas… Por decreto 4 de octubre de 1766 se adjudicaron pagas a los soldados. También se les adjudicó uniforme ya que en algunos casos el soldado tenía que comprar su propia comida y parte de su equipo. Paralelamente se trató de normalizar y racionalizar los suministros y de controlar la labor de los intendentes.


Aumentó y reorganizó las milicias provinciales. Una ordenanza de 1766 mandó reclutar milicias en las principales poblaciones de España. El número de soldados de la milicia se distribuía en función del vecindario de cada pueblo de la provincia. Los requisitos de ingreso eran semejantes a los que exigía el ejército. Las milicias permanecían normalmente en la provincia de origen de los reclutas. Los milicianos tenían un fuero especial, semejante al militar. Y desde un cuerpo de milicias se podía pasar al ejército regular.

Modificó el sistema de recluta introduciendo el sistema de quintas. Hasta el momento el ejercito cubría sus necesidades de reemplazos de varias formas. Voluntariamente mediante el enganche o recluta con el que su cubrían parcialmente las necesidades de hombres que no se alcanzaban de forma convencional e incluían extranjeros (p.e. regimientos valones o italianos). Forzosamente mediante las levas forzosas, a las que se recurría de forma eventual en períodos de guerra y mayor necesidad de hombres. Fueron famosas las "levas forzosas de vagos y malentretenidos", suponían la inclusión de criminales, mendigos y vagos. Este colectivo hacía muy difícil la disciplina militar y pronto se abandonó. También obligatorio era el sistema de quintasEn 13 de diciembre de 1770 se implantó el sistema de quintas anuales, modificando el sistema de reemplazos en el ejército o realización de quintas cuando parecía conveniente. Carlos III había constatado que los regimientos no podían cubrir sus bajas con la recluta ordinaria y por ello dio la Real Orden de 13 de noviembre de 1770 imponiendo un sistema de quintas para mozos de 17 a 36 años por sorteo en quintas. Los afectados por el sorteo no podrían ser sustituidos, pero debían poseer las mismas condiciones físicas que se exigían a los reclutas ordinarios aunque eximían a muchos colectivos. Esta Real Orden estuvo vigente hasta 1800.

Pero la principal aportación de Carlos III fueron Las Ordenanzas militares de 1768En 1768 se aprobaron las Ordenanzas de S.M. para el Régimen, Disciplina, Subordinación y Servicio de sus Ejércitos de 22 de octubre de 1768.  Carlos III realizó unas nuevas y exhaustivas Reales Ordenanzas para el ejército que era un compendio que regulaba prácticamente todos los aspectos necesarios para el funcionamiento del ejército, y que estuvieron formalmente vigentes hasta la reforma de 1978, las más longevas. 


Se organizaba el ejército en regimientos y se establecía su régimen económico. 
Se fijaban los deberes y competencias de cada escalafón militar, lo cual era la primera vez que se hacía, y pareció una afrenta a los nobles, sobre todo porque fijaba los ascensos sin tener en cuenta la posición social ni la antigüedad en el ejército, sino la idoneidad para el cargo.
Se fijaban los honores militares debidos a las autoridades del Estado y del ejército.
En infantería y caballería se incorporaron tácticas prusianas de formación militar, manejo de arma y evoluciones de la infantería, y se cambió del tradicional orden de combate profundo francés, al orden abierto prusiano.
Se fijaban los trabajos de guarnición en tiempos de paz.
Se fijaban los servicios en tiempos de campaña militar.
Se organizaba la justicia militar.
El soldado debía permanecer 7 años si servía en infantería, u 8 en caballería, y eran equivalentes a 10 los años de servicio en milicias de cara a los cambios de destino entre ellos. 

En resumen, Carlos III puso las bases de un ejército permanente, nutrido principalmente, por un servicio militar obligatorio de quintas y modernizado en material, técnicas y formación.





jueves, 21 de septiembre de 2017

PASIÓN POR EL CHOCOLATE


PASIÓN POR EL CHOCOLATE EN EL MADRID DE LAS LUCES



Como decía Jovellanos, el siglo XVIII español fue un siglo sembrado de «semillas de luz», que con el correr del tiempo darían «frutos de ilustración y de verdad». «El glorioso empeño de ilustrar la nación para hacerla dichosa», en expresión también de Jovellanos, se manifestó a lo largo del siglo de mil modos y maneras, y no fue el menor empeño lograr que los españoles tuvieran una mejor alimentación.
El progreso general ofreció a la mayoría una mesa más abundante, más variada y de más calidad.
Característico de la época fue el triunfo de productos antes exóticos como el tomate, el chocolate y el café, que se hicieron cotidianos, en tanto que otros comenzaron entonces a introducirse con dificultades, como la patata como ya hemos visto antes.
El chocolate fue la primera bebida estimulante no-alcohólica que llegó a España y a diferencia de otros productos alimenticios americanos, fue aceptado rápidamente.
Con la llegada al trono español de la casa de los Borbones los monarcas se aficionaron rápidamente a esta bebida.

Previamente, el cacao había llegado a España con Hernán Cortés, quien la introdujo en la corte. Este chocolate en su preparación original tuvo una aceptación relativa.
Pero será la mezcla de cacao con azúcar, canela y vainilla cuando el chocolate alcance su forma más aceptada. Su uso se popularizó entre todas la clases sociales.

Llegados a este punto, como el suministro de cacao era muy irregular, Felipe V decidió dar un impulso a su comercialización creando una compañía comercial (La Real Compañía Guipuzcoana de Caracas) que garantizara su suministro. De esta forma se multiplicaron los puestos de chocolate en la calles de Madrid. Según un manuscrito del Archivo Histórico Nacional en los últimos años de ese siglo se había “introducido de tal manera el chocolate y su golosina, que apenas se hallará calle donde no haya uno, dos y tres puestos donde se labra y vende; y a más de esto no hay confitería, ni tienda de la calle de Postas, y de la calle Mayor y otras, donde no se venda, y solo falta lo haya también en las de aceite y vinagre”. Aunque donde se disparó el consumo fue en la corte. Ya en tiempos de Carlos III, llegó a demandar 12 millones de libras de chocolate al año. Aunque esta popularización llegó a tener un efecto negativo en la incipiente industria chocolatera española, pues las costumbres del momento llevaban a moler y preparar el chocolate en casa, costumbre que limitó el despegue de este sector.

¿Pero que sabemos de Carlos III y el chocolate?. Es conocida la austeridad y rigidez o rutina en las costumbres de monarca al que solo se le conocían dos pasiones: la caza y el chocolate. Frugal en la comida, tenía verdadera pasión por el chocolate, no en vano era su desayuno preferido, todas la mañanas almorzaba una jícara antes de comenzar a trabajar, siempre en la misma taza y solicitaba que se empleara en su repostería. Apreciado por el monarca,y según su biógrafo "cuando había acabado la espuma entraba en puntillas con la chocolatera un repostero, y como si viniera  a hacer algún contrabando, le llenaba de nuevo la jícara". En la corte se convirtió en “producto estrella” de desayunos y meriendas dándoles una nueva dimensión social. Su apreciación hizo del chocolate el regalo ideal entre las clases altas e incluso como regalos de estado.

Una curiosidad: La difusión del chocolate por Europa hizo que surgieran diferencias nacionales. En Francia el cacao se mezcló con azúcar y leche. Se tomaba batido y espumoso y preferentemente frío, mientras que en España se prefería la forma americana de preparar el chocolate con canela y vainilla, espeso y muy caliente. De esta diferencia nació en el siglo XVIII el dicho “las cosas claras y el chocolate espeso”.

jueves, 14 de septiembre de 2017

LIMPIANDO MADRID


LIMPIANDO MADRID



Cuando Carlos III llega a Madrid se encuentra una ciudad con un aspecto deplorable en lo tocante a la limpieza pública. 

En 1760 contaba con algo menos de 150.000 habitantes, para los que no contaba con agua suficiente y las calles no merecían el nombre de tales. El invierno era particularmente dramático: el lodo confería a la ciudad un aspecto de degradación y suciedad aumentado. Fernán Núñez, el biógrafo oficial del rey, no duda en calificar a la capital de auténtica "pocilga": lodos, basuras y excrementos componían un cuadro indescriptible y maloliente.



He aquí, descrito por Fernán Nuñez, el insólito procedimiento de limpieza:

"La villa tenía una porción de carros o cajones bajos, sin ruedas, que en lugar de ellas tenían unos maderos redondos, tirados por una mula, que dirigía el que iba de a pie, y así se iba arrastrando todo lo grueso de la inmundicia. Este paseo, que generalmente se hacía de noche, iba precedido por gentes con hachas, que marchaban delante, a los lados y detrás de los carros y enseguida de éstos venían muchos hombres en una fila, con escobas, que iban barriendo lo que ellos no podían arrastrar. Esta pestífera comitiva cuya fetidez, como puede creerse, se anunciaba desde muy lejos, se dirigía a a varias alcantarillas, sumideros grandes que había en varios puntos de la villa, cuyas casas inmediatas estaban infectadas de sus hálitos".

Y comenta graciosamente:

"Si Don Quijote se hubiera encontrado de noche este pestífero y lúgubre acompañamiento, es probable creyese que todas las parcas del abismo venían a caer sobre él, y que hubiese ensuciado su lanza contra aquella inmunda comitiva para deshacer un entuerto que seguramente ya había ocasionado más de cuatro".

Este curioso procedimiento de limpieza había sido bautizado con el nombre de "la marea".

Por otra parte, los cerdos paseaban libremente por la ciudad, no había prácticamente iluminación nocturna y toda clase de ladrones esperaban en las esquinas al ingenuo que se aventurase a pasear más allá del atardecer. Con todo esto, la necesidad de llevar a cabo una profunda reforma resultaba imperiosa. 

Procedente de su apacible palacio napolitano, Carlos III debió quedar estupefacto ante tan increíble estado de cosas. Y pronto presentó Carlos III un proyecto de reforma de la villa que fue aprobado por el Consejo. Básicamente ordenaba limpiar las calles y empedrarlas; los caseros deberían "embaldosar el frente y costados, colocar canales en toda la anchura del arroyo, construir conductos para las aguas de la cocina y otras menores de limpieza, con sumideros o pozos para las aguas mayores". Las basuras serían recogidas y trasladadas fuera del casco urbano. Quedaba prohibido la presencia de cerdos en las calles. Se creaba una policía urbana para mantener el orden y sería obligatorio que en las escaleras luciera un farol.

Lo chocante es que el pueblo madrileño acogió mal estas medidas, como si le costase desprenderse de tanta suciedad. Entonces comentó Carlos III:

“Mis vasallos son como los niños: lloran cuando se les lava..."

Esquilache movilizó todas sus energías para que se cumplieran las disposiciones. Sabatini se concentró en proyectos de embellecimiento y hasta diseñó unos carros de basuras que, con malicia, el pueblo bautizaría con el nombre de "chocolateras de Sabatini".



Una resistencia tan incomprensible sólo podía llevar a Carlos III a concluir que era aquel un pueblo anclado en infantiles torpezas, con lo cual quedaba bien justificado para él el principio de gobernar "para el pueblo pero sin el pueblo"